jueves, 26 de septiembre de 2013

“ESTRELLAS EN LA BANDERA

Los europeos sienten debilidad por la música. Su presencia les ha acompañado desde Gregorio Magno, el Papa que codificó el canto litúrgico que lleva su nombre, canto gregoriano. Aún hoy, la gente admira los rituales de presentación de un concierto, el silencio de la sala cuando el director levanta la batuta, la expectación por la forma de interpretar un pasaje que se ha escuchado muchas veces. Una metáfora de la armonía del universo, la convicción de que por ese camino se hará realidad las maravillas de la ciencia, el progreso social y el arte.
       La música es el único arte realmente europeo. A nadie se le ocurre preguntar por la lengua natal de Couperin, Bach o Falla; no ocurre así con la novela, la poesía o el ensayo, donde resulta clave el idioma en que se escribe. La música, lenguaje universal, es el producto de una sociedad proclive al ordenamiento metódico. Algo a tener en cuenta en la época del iPod y las descargas de Internet.
       Una curiosidad: la pieza musical elegida como himno oficial de la Unión Europea procede de la Oda a la alegría de Schiller que Beethoven incorporó a la Novena Sinfonía: «¡Alegría, hermosa centella de los dioses...!», adaptada por Herbert von Karajan. En la nueva versión la jubilosa esperanza del idealismo se sustituye por una paz perpetua sostenida por las estrellas doradas de la bandera. Quien escucha el himno no tarda en sentirse satisfecho por su mensaje optimista. Desde el solemne estreno, el 29 de mayo de 1985, los europeos se han convertido en unos atletas de la voluntad a través de su trabajo y de su diversión, a pesar de la atroz guerra de los Balcanes. Persisten en su ancestral creencia de que, ante los desuellos del poder, las injurias del opresor y las afrentas del soberbio, sólo cabe la solidaridad.”

“Europa. Las claves de su historia”
José Enrique Ruiz-Domènec

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