jueves, 12 de enero de 2012

lunes, 9 de enero de 2012

“Siempre que Elia iba a verlo, Domenico lo invitaba a sentarse en la gran terraza. Pedía que les llevaran unas rebanadas de pan blanco y una botella de aceite de sus olivares, y tío y sobrino saboreaban aquel delicioso néctar con auténtico fervor.
—Es oro puro —aseguraba Domenico—. Los que dicen que somos pobres nunca han probado un trozo de pan empapado en aceite de nuestra tierra. Es como saborear estas colinas. Sabe a piedra y sol. Reluce. Es hermoso, espeso, untuoso. El aceite de oliva es la sangre de nuestra tierra. Y los que nos llaman palurdos deberían ver la sangre que corre por nuestras venas. Es dulce y generosa. Porque eso es lo que somos: palurdos de pura sangre. Unos muertos de hambre con la cara curtida por el sol y las manos callosas, pero la mirada franca. Observa la aridez de la tierra que nos rodea y saborea la riqueza de este aceite. Entre la una y el otro, está el trabajo de los hombres. Y nuestro aceite lo sabe. Conoce el sudor de nuestra gente. Las callosas manos de nuestras mujeres, que recogen la aceituna. Sí. Y es noble. Por eso es tan bueno. Puede que seamos unos muertos de hambre y unos ignorantes, pero hemos sacado aceite de las piedras, y por haber hecho tanto con tan poco, seremos salvados. Dios sabe recompensar el esfuerzo. Y nuestro aceite de oliva será nuestro mejor abogado.
Elia no dijo nada. Pero aquella terraza que dominaba las colinas, aquella terraza en la que a su tío le gustaba sentarse, era el único sitio del mundo donde se sentía vivo. Allí podía respirar.”

“El sol de los Scorta”
Laurent Gaudé