—Es oro puro —aseguraba Domenico—. Los que dicen que somos pobres nunca han probado un trozo de pan empapado en aceite de nuestra tierra. Es como saborear estas colinas. Sabe a piedra y sol. Reluce. Es hermoso, espeso, untuoso. El aceite de oliva es la sangre de nuestra tierra. Y los que nos llaman palurdos deberían ver la sangre que corre por nuestras venas. Es dulce y generosa. Porque eso es lo que somos: palurdos de pura sangre. Unos muertos de hambre con la cara curtida por el sol y las manos callosas, pero la mirada franca. Observa la aridez de la tierra que nos rodea y saborea la riqueza de este aceite. Entre la una y el otro, está el trabajo de los hombres. Y nuestro aceite lo sabe. Conoce el sudor de nuestra gente. Las callosas manos de nuestras mujeres, que recogen la aceituna. Sí. Y es noble. Por eso es tan bueno. Puede que seamos unos muertos de hambre y unos ignorantes, pero hemos sacado aceite de las piedras, y por haber hecho tanto con tan poco, seremos salvados. Dios sabe recompensar el esfuerzo. Y nuestro aceite de oliva será nuestro mejor abogado.
Elia no dijo nada. Pero aquella terraza que dominaba las colinas, aquella terraza en la que a su tío le gustaba sentarse, era el único sitio del mundo donde se sentía vivo. Allí podía respirar.”
“El sol de los Scorta”
Laurent Gaudé
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