jueves, 19 de agosto de 2010

     “…He silbado, pero sonaba desafinado. Entonces he mirado por la ventana y he visto lo que hubiera podido ver durante todo el mes pero no había visto: una rayuela, una de esas estructuras dibujadas con tiza, compuestas de casillas numeradas y agrupadas horizontal y verticalmente, que siempre he concebido como una primitiva representación del destino. Uno recorre un trayecto y las cosas salen bien o mal. Los niños no jugaban nunca a la rayuela, era un juego de niñas; yo, por lo menos, no recuerdo haber jugado. A buen seguro que no habrá faltado quien, en la universidad, haya escrito un estudio sobre la rayuela, relacionándola con ritos iniciáticos, prácticas cabalísticas y sabe Dios qué otras muchas cosas. Pero eso me tenía ahora sin cuidado, porque de pronto he sentido el deseo absurdo e irrefrenable de saltar a la pata coja. Al principio me he resistido al antojo, pero eran las tres de la mañana y en el patio no podía verme nadie. He salido del edificio, he observado las casillas y he caído en la cuenta de que no conocía las reglas del juego, pero eso no me ha disuadido.
     Sin pensármelo dos veces, como cuando uno se zambulle en el mar por primera vez a comienzos de temporada, he saltado a la pata coja sobre el primer cuadrado y, dando otro saltito, me he desplazado al siguiente. No sabía lo que estaba haciendo, pero me he sentido feliz. La noche era clara, el reloj ha dado las tres y Alfonso Tiburón de Mendoza estaba jugando a la rayuela en el patio del colegio. Al llegar a dos casillas contiguas, me he introducido en ellas con las piernas separadas imitando ese gracioso brinco que he visto dar a las niñas en la calle, y luego he seguido adelante otra vez a la pata coja. Adónde me conducía aquello, lo ignoraba, pero me sentía feliz, porque, saltando a la pata coja de esa manera, tenía la sensación de estar aún escribiendo el relato que descansaba ya terminado en el aula…”

En las montañas de Holanda”
Cees Nooteboom